UN CIERTO DÍA.
Un cierto día, cuando el Hermano Sol se sentaba entre las montañas y serenaba la frente del valle cubriéndolo de violeta, la abubilla, el rey de los pájaros, le dijo al ruiseñor, señor del canto y la armonía:
¿Quién te ha enseñado a modular al ángel del viento y vestirlo con el equilibrio de las notas y hacerlo salir de ti tan en armonía que llega a todos los corazones que sienten en el valle y los adentra en el Amor y la Paz?
¿Quién te ha enseñado a dejar que el silencio juegue con tus trinos y los una, creando una cadena de cadencias y añoranzas? De verdad te digo que daría todo cuanto soy por llegar a tu don y hacerlo mío. Enséñame tu secreto.
Y el ruiseñor le respondió: Tan sólo cuando nazcas con mi cuerpo podrás cantar como yo canto, porque desde el pico hasta la última pluma soy el canto y el suspiro del valle. ¡Acaso tienes ya la enfermedad de los humanos! Que toda la vida se la llevan deseando lo que ven a los demás y apenas vuelven sus ojos hacia sí para sacarle partido al don con que les ha agraciado la Mano de la Vida.
Y el rey de los pájaros bajo la cabeza y se dijo para sí:
Me llaman el rey, pero aún no he descubierto por qué. ¿Qué tengo yo que despierta la realeza en mis hermanos los pájaros? He de irme a buscarlo por todos los valles y hasta que no lo encuentre no volveré a sentirme rey, porque de qué me sirve ser rey para los que me rodean si no soy rey de mí mismo.
Y despidiéndose del ruiseñor, le dijo:
He nacido con un cuerpo que me hace tener una categoría entre vosotros, pero no sé en mí mismo qué es.
Hasta que no me encuentre, no vendré de nuevo a estar contigo.
Y dicho todo esto, se alejó volando.